La tercera entrega de PLANO SONORO invita a descubrir el concejo y la ciudad a través de las miradas creadoras de Rodrigo Cuevas, Hugo Fontela y Ángeles Caso
En 2020, los cineastas Samu Fuentes, Teresa Marcos, Marcos Merino y Pablo Casanueva y los diseñadores de sonido Alejandro López, Juan Carlos Blancas, José Tomé y Óscar de Ávila inauguraron una propuesta creativa con un objetivo: ofrecer al público un retrato global del concejo y de la ciudad. Plano sonoro invitaba al público a que disfrutaran de estos artísticos rincones audiovisuales, en una videoinstalación en el Museo Arqueológico de Asturias.
Al año siguiente, se unieron los directores Ramón Lluís Bande, Gonzalo Tapia y Celia Viada Caso y los diseñadores de sonido Jorge Alarcón, Óscar Nieto y Fernando Pocostales, completando así este especial mapa audiovisual de Oviedo.
Y en la tercera entrega, SACO avanza en esa forma de pensar y percibir la ciudad y el concejo de Oviedo a través de las miradas de la escritora Ángeles Caso, el artista Hugo Fontela y del agitador musical Rodrigo Cuevas, acompañados por los diseñadores de sonido Kevi Aragunde, Mayte Cabrera y David Machado. Nuevamente, el Arqueológico acogerá esta videoinstalación, que el público podrá disfrutar del 11 de marzo hasta el 10 de abril.
ÁNGELES CASO
A veces sueño que vuelvo a coger el tren en la estación del Vasco. Voy con los colegas de los 16, 17 años. Cargados con las mochilas, nos adentramos escaleras abajo hacia aquel andén mítico, con sus azulejos-anuncios, y nos montamos en algún vagón, un poco macarras, invadiendo el espacio con esa arrogancia característica de la edad. Nos sentamos en el suelo —ay, cuántas horas de suelo por las plazas de Oviedo y sus cercanías—, desenfundamos las guitarras y nos ponemos a cantar.
El tren del Vasco va dejando atrás la ciudad y nos lleva lentamente —todo era mucho más lento en aquel entonces, creo— hasta Caces o Fuso de la Reina, bamboleándose sobre los raíles, a punto siempre de rozarse fatalmente contra las paredes de los túneles. Nos bajamos allí, pletóricos, con unas ganas infinitas de caminar por los montes, bajo los castaños, y llegar a pasar la noche en alguna de las cabañas de la Mostayal.
Buena parte de mis lugares favoritos de Oviedo no son rincones urbanos, sino praos. El Aramo casi siempre, el Naranco a veces —cuando teníamos menos tiempo y había que volver a dormir a casa— o San Claudio, antes de convertirse en lo que ahora es, cuando todavía había grandes fincas y caleyes con olor a cuchu.
También el Campo San Francisco —que durante ochos años crucé cada día cuatro veces, de camino al Instituto Femenino— fue siempre para mí un lugar afable, por el que siempre me gustó y me gusta pasear, siguiéndoles la pista a los viejos árboles ya amigos.
Pero también están los otros rincones, claro, los de asfalto y piedra. La Corrada del Obispo, que me sigue pareciendo la plaza más guapa de la ciudad. El Paraguas, bajo el cual mis amigos y yo pasamos muchas horas de eso que ahora se llama “botellón” —o algo parecido—, horas de adolescentes sin dinero para consumir en los bares, pero con ganas de charlar, debatir y reírnos mucho.
Los bares del Antiguo —aunque muchos de los de mis años en Oviedo ya no existen—, con toda la excitación de la noche, la buena música y la compañía casi siempre apetecible (casi siempre).
Y el claustro del Museo Arqueológico, claro, esa paz incrustada inesperadamente en medio de la ciudad, que, a día de hoy, sigue pareciéndome una auténtica cápsula del tiempo y el ruido. Una especie de milagro urbano que sobrevive más allá de todas las contingencias y al cual, de alguna extraña manera, sé que pertenezco, como si esas piedras y yo estuviéramos indisolublemente unidas. Vete tú a saber si en otra vida fui un monje de los que se paseaban por allí, rezando. Aunque más que rezando, me imagino a mí misma/mismo dándole vueltas al coco… En fin.