A Manuel Martín Cuenca le gusta tomar riesgos. Siempre exigiéndose, siempre inmune al conformismo. Lo hizo en todas sus películas y La hija no iba a ser menos. Después de su inquietante y corrosivo viaje a los infiernos de la rendición humana con El autor (poniendo sobre la mesa lo que hay que poner para perforar el caparazón de un personaje atrapado en las ruinas de una vida carcomida por el fracaso), el cineasta da una vuelta de tuerca más para apretar al máximo el estado de excepción de sus personajes. Lo que desean y lo que consiguen son fosas opuestas. En este caso, una pareja que quiere tener descendencia como sea desciende por una pendiente cada vez más peligrosa hasta el abismo final. Dos seres que intentan cumplir sus deseos a través de un atajo que se volverá en su contra. Porque lo que se planea puede torcerse en cualquier momento: los designios del destino son inescrutables, y más cuando entran en juego las imprevisibles reacciones de los demás.
La hija lanza señales de humo al principio para desorientar al espectador. Parece que se está fraguando un determinado tipo de película (un drama tajante sobre los vientres de alquiler, con su complejo ramaje ético y moral al acecho) y, de repente, por medio de ese recurso tan difícil de manejar y tan eficaz cuando se hace bien como es la elipsis, todo cambia. Todo se ve con otros ojos. Todo bascula hacia una tensión insoportable que exige al espectador una atención máxima para no perder detalle: todo cuenta en este tratado de necesidades, flaquezas y precipicios.
Martín Cuenca trabaja desde la austeridad para levantar un andamiaje que prescinde de cualquier elemento accesorio. La tentación de lo decorativo no encaja en sus prioridades. Su cine es honesto, directo, implacable. Busca la verdad. Que las imágenes supuren autenticidad incluso cuando golpean bajo y duro con explosiones de violencia imprevisible y repentina.
No hay maniqueísmo posible en el cine de Martín Cuenca. Todo el mundo tiene razones, y al espectador le queda la responsabilidad de tomar partido por los que parecen buenos y tal vez no lo sean tanto o por los que parecen villanos y quién sabe si lo son sin remedio. Víctimas, culpables. Inestable equilibrio: la vida juega a menudo a descolocar el sentido de los roles.
Si los perros son capaces de devorar a sus dueños para no morir de hambre, los seres humanos también son capaces de cruzar la línea roja de la barbarie cuando se quiebra la pared de cristal que separa la razón de la monstruosidad. Y un deseo legítimo de ser madre puede alumbrar sombras de horror más allá de la ley. El volantazo final de la película hacia las ciénagas del terror puro y duro dejan un poso de amarga desolación en un paisaje que invita al desasosiego.
LA HIJA
Teatro Filarmónica 18 de marzo, 20h
Presentación y encuentro con el director Manuel Martín Cuenca.
Entrada libre hasta completar aforo